
Hace muchos, muchos años, yo le ayudaba a mi abuelita a cuidar las chivas mientras ella se sentaba bajo un árbol a tejer. Corría detrás de ellas para que no se desbalagaran, platicaba con ellas intentando imitar su lenguaje, me creía Heidi, les daba de comer en el hocico y les cortaba flores. Luego me sentaba a comer garambullos o subía al cerro más alto para vislumbrar Matehuala a 40 kilómetros. Sucedió cuando era una niña buena y feliz.